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LA COLA (2) (Las pequeñas victorias)

 

Conforme la vida avanza, las prioridades se modifican. Tanto las que afectan a las ocupaciones intelectuales como las que se refieren a las más inmediatas y prácticas dedicaciones cotidianas. Si tenemos suerte y hemos sido fieles a ellas en el pasado, las convicciones morales, los valores, se mantienen en su sitio.

Y no es que cambie nuestra naturaleza, sólo nuestra edad; y, con ella, nuestra importancia relativa para los demás. Y también, cómo no, la importancia relativa de la mayoría de “los demás” para nosotros. Se produce un cambio radical en nuestro entorno de obligaciones y de relaciones, que tiene la virtud de provocar una profunda mutación de nuestras costumbres. Ya no tenemos que madrugar porque un despacho, una reunión, unos “asuntos pendientes”, que son los que nos dan de comer, esperan nuestra llegada. Ya no nos asedia la cotidiana preocupación (aunque sí la preocupación a secas) por la vida de nuestros hijos: qué están haciendo, con quién salen, cómo les va en su estudio o en su trabajo, qué planes tienen para vacaciones,… son asuntos que nos preocupan, pero no nos ocupan cada día. Estamos más atentos a nosotros mismos, a nuestra pareja y a cómo llenar nuestro tiempo.

Las obligaciones se reducen, las servidumbres también; nos hacemos mucho más independientes. Ya no hay, en nuestro entorno de intereses, tanta gente ante la que justificar actos; tampoco tenemos que tratar de caer bien o hacernos artificialmente simpáticos solo por el hecho de que nuestra conducta espontánea tenga que ser “matizada” porque exista un interés determinado. Somos, en fin, menos relevantes para los demás pero mucho más importantes para nosotros mismos. Dedicamos tiempo, porque lo tenemos, y neuronas y músculos, porque nos quedan, a cosas que antes no hacíamos o hacíamos menos o de otra manera: leer, escribir, estudiar de manera diferente a como antes lo hicimos; y, por supuesto a nuestras aficiones lúdicas o deportivas.

El tiempo adquiere una dimensión diferente. Al mismo tiempo que nuestras obligaciones adelgazan, el contorno de nuestro tiempo disponible se dilata, se expande tanto que incluso tememos, en ocasiones, perdernos dentro de sus límites y no saber cómo salir de ellos. Caminar con naturalidad y seguridad por ese territorio inmenso que es el nuevo tiempo de que dispones no es algo fácil si no lo tienes aprendido de antes. Si no has cultivado antes aficiones intelectuales y no has adquirido sanas costumbres de actividad física, te perderás por los caminos del tiempo que no conoces y que no dominas. Te costará encontrarte de nuevo.

………

Todo este preámbulo tiene una única finalidad: servir de cobertura para una nueva experiencia de mis paseos por la administración. Algunos de los que leen este blog ya saben que, cuando generan algo destacable que contar, me gusta relatarlas. Así lo hice con “Un Ejemplo de Eficacia Administrativa” (14-4-2010) donde relaté “El Tortuoso Caso del Vespino”, y con “La Cola” (15-7-2010) el día que traté de renovar, infructuosamente, mi DNI. Enlazando con el preámbulo, tengo tiempo suficiente para perderlo en los recovecos de nuestra administración y también para relatar las experiencias que estos paseos deparan.

Hoy traigo otra inocente historia de colas e ineficacias; de pérdidas inútiles de tiempo y de tomaduras de pelo. En fin, de ineptitud de nuestros gobernantes. Y ya siento traer aquí asuntos tan fútiles y de tan escaso interés, pero ya que me pasaron y que esto es una especie de diario, lo cuento. Cosas peores han salido de mi teclado.

Resulta que estoy muy cabreado por un par de problemitas relativos a dos coches: uno, enfermo administrativamente; el otro, muerto mecánicamente. Aunque no venga al caso, doy algún detalle. El origen del primero es el olvido (desconocimiento por mi parte) de cambiar el domicilio administrativo del coche cuando cambié el de la sociedad a cuyo nombre figuraba. Este simple olvido ha provocado que, en varias ocasiones, multas de escaso importe que hubieran sido pagadas sin rechistar en su momento fueran solo conocidas por mí cuando, multiplicado su importe por diez o quince, motivaban un embargo en mi cuanta bancaria, imposible ya de detener. El origen del segundo, un pequeño smart que murió por prematura caducidad de su motor (es decir, con muy pocos kilómetros y años) es la simple pérdida de su ficha técnica; sin ella, parece imposible darlo de baja y es sin embargo probable que su recuerdo, en forma de impuestos y otras latas, te acompañe de por vida.

Pues bien, agotada la paciencia que tenía, por los embargos y por la dificultad insalvable de enterrar al pequeño smart sin su puñetera ficha, me armo de nueva paciencia y me presento, provisto de toda la documentación que un funcionario malvado y con ganas de joder pudiera pedir, en la Dirección General de Tráfico.

La DGT, o la Jefatura Provincial, que no se realmente en cual de los dos organismos estuve, tiene dos edificios, casi contiguos. Como no hay indicaciones claras, me metí en el primero que vi. Subo a información y me encuentro en una inmensa sala prácticamente vacía de ciudadanos, aunque con un funcionario tras cada ventanilla. Satisfecho por lo que preveía iba a ser una rápida gestión, trato de recabar información para mi caso.

– Tiene que ir al otro edificio.

(Ya me parecía a mí que tanta facilidad no era posible)

El “otro edificio” tenía gente hasta en la calle. Subo directamente a información, primera planta. También, una sala inmensa. La parte izquierda con bastante gente aunque cómodamente sentada en espera de ser llamados. La parte derecha, a rebosar; excepto un lateral, separado, bastante amplio, con dos ventanillas al fondo y dos funcionarios medio dormidos, sin gente a quien atender. Excuso decir que es allí hacia donde conduje mis pasos. Al fin y al cabo, sólo quería información básica: preguntar a qué otra ventanilla me debía dirigir para lo que quería resolver. Entre los dos funcionarios, elegí a “ella”.

Craso error. No se qué hubiera sucedido de haberme dirigido a “él” (el asunto de las ucronías, sobre el que hace poco escribí). Se lo que sucedió con “ella”. Con una cara amargada, de “mal follá” (pido perdón) me espeta antes de llegar a su cristal:

– No es aquí, esto es sólo para pagar.
– Oiga…solo quería…
– Ya le digo que no es aquí.
– Y ¿dónde puedo informarme?
– Esa cola.
– ¿Esa cola sólo para pedir información? –la cola era inmensa.
– Sí, esa cola.
– Y ¿usted no podría solo indicarme…?
– No; le he dicho que no.

Durante este constructivo diálogo mantuvo “ella” su impertérrita cara de mala leche, de imposible descripción. Aún creí adivinar en el fondo de sus ojos un cierto disfrute que denotaba su venganza contra lo que fuera. Mi palabra de despedida fue: “es usted una amargada”. Creo, aunque no recuerdo, que el vocablo «jodida» se coló en la frase.

La cola, como digo inmensa, era de esas “tipo fuelle”, que corren sinuosas entre los límites de dos cinchas y que, cada cinco, metros quiebran y vuelven en sentido contrario. La cola, debidamente extendida, mediría como sesenta metros. Dudé sobre si quedarme o huir; opté por lo primero. Más vale dedicar una hora más que perder la hora consumida desde que salí de casa y las dos o tres de gestión que tendría que hacer otro día. Los gestos de dignidad no caben, o caben poco, frente a la administración.

En la cola, lo típico: “qué barbaridad”; “que pésima organización”; “así nos va”; “¿esta cola es para coger número o para información?”; “es para todo, hija mía; mira esa máquina tan nueva, está estropeada desde hace días y no escupe números”; “y ¿cómo no se les ha ocurrido poner una ventanilla solo para los números y el resto para informar?”; “pues ya ve, parece que no”.

Este era el diálogo; efectivamente, la máquina de los números estaba nueva y estropeada. Los que ya sabían lo que tenían que hacer y contaban con todos los papeles, estaban así obligados a esperar su turno en la misma cola: una hora en lugar de los diez segundos que lleva apretar el botoncito del número.

El que estaba delante de mí, al ver mi contrariedad, me dice con una educación digna de mejor causa:

– Esto es espantoso. Siento lo suyo, pero es que yo, que se todo lo que tengo que hacer y a dónde dirigirme, sólo necesito un impreso. Y parece que nadie, excepto los funcionarios de esta cola, me lo puede o me lo quiere facilitar. ¿Hay derecho a que tenga que esperar una hora? ¿No podrían depositar los impresos en unos estantes, a disposición del público?

¿Qué le podía decir yo, excepto mostrarle mi plena solidaridad?

Tras quince minutos de lenta espera, estuve a punto de desertar. Pero, al margen de lo que antes comenté de la dignidad, pensé en este blog. “Voy a esperar”, me dije, “a ver cómo termina esto y si merece la pena relatarlo”.

Tres cuartos de hora más tarde (es decir, una hora enterita de pié sin moverme, que es la postura –de las normales– más cansada que hay) llego a mi funcionaria. Amabilísima y, además, de físico muy agradable. O lo era habitualmente (lo de amabilísima) o se sentía apenada y avergonzada por lo que nos estaban haciendo. Con sonrisa afable contesta a cada una de mis preguntas, me da los impresos que necesito e, incluso, me da una idea para evitarme pedir la ficha técnica del smart:

– Seguramente podrá usted darlo de baja con un certificado de titularidad que le voy a dar.
– ¿Necesita mi DNI?
– No, no hace falta.
– ¿Necesita…?
– No, no se preocupe, gracias. Ahora, cuando le de los papeles y el número, vaya a aquellos mostradores.

Me dio los impresos y, al ver que me tentaba los bolsillos de la chaqueta, me dice: “no le puedo dejar el mío, pero en aquella mesa tiene bolígrafos”. ¡¡Además, intuitiva!!

– Oiga ¿sabe? Me estoy enamorando de usted.

Juro que se lo dije; con mi mejor sonrisa. Ella entendió por qué y me devolvió una sonrisa cómplice.

Contaré lo del bolígrafo, porque es una pequeña historia dentro del relato. El caso es que no quería perder tiempo rellenando los impresos por si, cosa improbable pero posible, llamaban mi número mientras lo hacía. Los bolígrafos eran BIC sujetos por una cuerda, con un extremo atado a la mesa y, el otro, al propio boli. La unión del bolígrafo con la cuerda estaba asegurada con vueltas y vueltas y vueltas, y más vueltas, de papel cello.

Decidí que me tenía que llevar el bolígrafo, a toda costa, a la zona de las ventanillas y llenar ahí el impreso. Intenté quitar el cello, pero era imposible ver dónde estaba la última vuelta. No tenía navaja, tijeras,…me dejé media uña del índice derecho tratando de hacerlo por las bravas. No quise utilizar la boca por discreción ¿qué pensaría la gente? Tiré con fuerza de la cuerda pensando en que el cello no resistiría un enérgico tirón; me hice daño en la mano. Nada funcionó. Maldije el momento que dejé de fumar. Igual que un clavo saca otro clavo, un BIC (el típico mechero) libera a otro BIC (el maldito boli).

Cuando el tiempo transcurrido en mis intentos superaba ya el que hubiera dedicado a cumplimentar el impreso, tarea que aún estaba pendiente, di con la clave. Miré alrededor para asegurarme de que nadie me observaba y, dando la espalda a la sala para camuflar mi indigno comportamiento, partí en dos el BIC, dejé la parte inútil con su cuerda bien atada a la mesa y me dirigí, con la parte que pinta, media carcasa de plástico y el tubito de la tinta entero –todo camuflado en mi mano derecha medio cerrada-, a las sillas de espera de la zona de ventanillas. Aún faltaban quince números para el mío, de modo que con toda la tranquilidad del mundo me dediqué al formulario. Mi mano derecha estaba tiznada de azul.

El resto no tiene qué contar. Finalicé mi gestión con éxito, a pesar del tremendo interrogatorio (“¿ha traido usted…?”) de la nueva funcionaria (“todo; he traido todo”). La sensación de triunfo, esta pequeña victoria, se vio ligeramente ensombrecida por la historia del BIC que, en cierta manera, me recordó a las cutres historias de Ignatius Reilly, del que hace poco hablaba en este blog. Pero, aún con todo, fue una pequeña victoria.

Este dilatado tiempo de amplias fronteras que nos toca vivir, que me toca vivir, hay que llenarlo de muchas pequeñas cosas, de algunas acciones notables y, en lo posible, de todas las pequeñas victorias que seamos capaces de conseguir.

Como esta “Little Victory” de Matt Nathanson, un folk & Rock singer de la nueva ola a quien no conocía y que, además, canta sobre una de las cosas con las que más disfruto y en las que empleo una parte de mi tiempo.

Ahora, saldré a navegar
No hay más barcos de rescate para mi
…..
Y voy a aprender a salir adelante
En las pequeñas victorias.

 

This time, I’ll be sailing
No more bailing boats for me
I’ll be out here on the sea
Just my confidence and me

And I’ll be awful sometimes
Weakened to my knees
But I’ll learn to get by
On the little victories

This time, I’ll have no fear
I’ll be standing strong and tall
Turn my back towards them all

And I’ll be awful sometimes
Weakened to my knees
I’ll learn to get by
And I’ll learn to get by
On the little victories
And if the world decides to catch up with me
It’s a little victory.

  1. Joselito
    6 abril, 2011 a las 10:18 AM

    Hola Jaime,

    Hacía tiempo que no te leía y has conseguido, de nuevo, que me ria y carcajee con el BIC.

    Hago votos para no estar «ausente» de tu blog.

    Un abrazo fuerte ¡¡¡

    • 8 abril, 2011 a las 10:32 PM

      ¡¡Joselito!!, dichosos los ojos que te leen de nuevo.
      Me alegro de que lo hayas disfrutado. No te alejes demasiado.
      Un abrazo fuerte también para ti.

  2. Lolita
    6 abril, 2011 a las 2:01 PM

    ¡Hola jaime!

    Así que has sido tú el culpable de que se invente para la Administración el «Iron Bic», cuyo «gusanillo» es de material irrompible y soldado a la base…

    No te imagino «perpetrando» semejante acto…¡¡¡Jajaja!!!Decidido, para tu cumple, una camiseta de «Iron Maiden» (es una broma), para que vayas motivado a los «trámites».Pensándolo bien, una de Rocky Balboa tampoco iría nada mal, con música incorporada, como aquellas horribles postales navideñas (otra broma y perdón por el «festival del humor»).

    Un abrazo enorme.

    • 8 abril, 2011 a las 10:38 PM

      ¿Que tal Lolita?
      Vergüenza pasé, lo juro, pero tampoco el agujero para el presupuesto publico ha sido tan grave. El BIC debía de estar ya amortizado, porque el plástico habitualmente transparente estaba casi opaco. Además, no tenía la fundita azul.
      Mirare en Google que es eso de irón maiden y quien es Balboa.
      Besos

      • Lolita
        9 abril, 2011 a las 11:57 AM

        ¡¡No por Dios!!No lo mires, no merece la pena. Era una broma. Los «Iron Maiden» son unos tios peludos cuyas camisetas (negras) llevan calaveras con dientes que sangran y cosas por el estilo.Es una banda de heavy metal.

        Y Balboa es un boxeador de ficción.

        ¡Abrazo!

      • 13 abril, 2011 a las 10:17 PM

        No te preocupes Lolita, no me gustan mucho los tíos peludos.
        Las calaveras si, con un par de tibias cruzadas debajo, como al Corsario.
        Balboa ¿no era Stallone?
        Besos

  3. odile
    6 abril, 2011 a las 3:40 PM

    VUELVA USTED MAÑANA

    Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.

    Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de éstos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.

    Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haber las profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.

    Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.

    Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en Paris de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.

    Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.

    -Mirad- le dije-, monsieur Sans-délai -que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.

    -Ciertamente- me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.

    Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

    -Permitidme, monsieur Sans-délai- le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.

    -¿Cómo?

    -Dentro de quince meses estáis aquí todavía.

    -¿Os burláis?

    -No por cierto.

    -¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!

    -Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.

    -Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.

    -Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.

    -¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.

    -Todos os comunicarán su inercia.

    Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí. Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.

    -Vuelva usted mañana- nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.

    -Vuelva usted mañana- nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.

    -Vuelva usted mañana- nos respondió el otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.

    -Vuelva usted mañana- nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.

    -¿Qué día, a qué hora se ve a un español?

    Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio».

    A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

    Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.

    Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.

    No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.

    Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

    -¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?- le dije al llegar a estas pruebas.

    -Me parece que son hombres singulares…

    -Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

    Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.

    A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.

    -Vuelva usted mañana- nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.

    «Grande causa le habrá detenido», dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.

    Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:

    -Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.

    -Grandes negocios habrán cargado sobre él- dije yo.

    Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar .

    -Es imposible verle hoy- le dije a mi compañero- su señoría está en efecto ocupadísimo.

    Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.

    Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.

    -De aquí se remitió con fecha de tantos- decían en uno.

    -Aquí no ha llegado nada- decían en otro.

    -¡Voto va!- dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?

    Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!

    -Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.

    Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.

    Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decia:

    «A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado».

    -¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio.

    Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos.

    -¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¡Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.

    -¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.

    Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.

    -Ese hombre se va a perder- me decía un personaje muy grave y muy patriótico.

    -Esa no es una razón- le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.

    -¿Cómo ha de salir con su intención?

    -Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?

    -Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.

    -¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?

    -Si, pero lo han hecho.

    -Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.

    -Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.

    -Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.

    -En fin, señor Fígaro , es un extranjero.

    -Y por qué no lo hacen los naturales del país?

    -Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.

    -Señor mío- exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas. Un extranjero- seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos… Pero veo por sus gestos de usted- concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro, y hágalo el diablo.» Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]

    Concluida esta filipica, fuíme en busca de mi Sans-délai.

    -Me marcho, señor Figaro- me dijo-. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.

    -¡Ay! mi amigo- le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.

    -¿Es posible?

    -¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días…

    Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.

    -Vuelva usted mañana- nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.

    -Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.

    Era cosa de ver la cara de mi amigo al oir lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y… Contentóse con decir:

    -Soy extranjero -. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!

    Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver,] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.

    ¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones.- ¡Eh! mañana le escribiré. Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!

    Publicado en «El Pobrecito Hablador»

    Fecha de publicación: 14 de enero de 1833

    • 8 abril, 2011 a las 10:40 PM

      Hola Odile,
      Escribes igualito que Mariano Jose.
      Simpático cuento. Ya me gustaría tener esa capacidad narrativa.
      Muchos besos

  4. OLOMAN
    7 abril, 2011 a las 10:11 AM

    la otra cara de la moneda, ante tanta perversidad administrativa, se han construido atajos legales. A mi me paso con una furgoneta de la finca familiar sin ninguna documentación y sin saber si estaba a nombre de la finca, de mi hermano, de mi padre o de mi madre. El atajo lo tienen los chatarreros, ellos tienen facultades para certificar que han destruído el vehiculo incluso se encargan del trámite administrativo y de darlo de baja al respectivo ayuntamiento.

    • 8 abril, 2011 a las 10:46 PM

      Si, pero tendrán que certificar qué es lo que han destruido, y sin la puñetera ficha…aunque la matricula también identifica.
      Bueno, supongo que me funcionara con mi querido smart.
      Estableciendo un paralelismo inapropiado ¿cómo certificaria un medico la defunción de alguien de quien nadie puede aportar documentación de ningún tipo? Sin duda, puede certificar la muerte de «alguien». Pero ¿de quien?
      Bueno, tonterías. Un abrazo

  5. corsario
    9 abril, 2011 a las 12:39 AM

    Jaime para esa pregunta tengo respuesta, hace poco compré en una estación de tren de Londres, por casualidad, un libro que se llama » Operation Mincemeat», en español sería «Operación Carne Picada», el autor Ben Macintyre. Es una historia real de espías en la segunda guerra mundial. Consiguen un cadáver, de un muerto «desconocido», para fabricar un tal Major Williams Martin que se supone lleva documentación secretísima y lo «dejan caer» en la costa española como si hubiera muerto en un accidente de aviación, las autoridades españolas pro-fascistas lo rescatan y la red de espías nazis tragan el anzuelo y así la red de espías de Sir Winston Churchill «convence» a los alemanes de que la invasión en el Mediterraneo por parte de las fuerzas aliadas tendría lugar por Grecia y Cerdeña, finalmente la invasión se produjo en las costas desprotegidas, por las fuerzas del eje, de Sicilia y fue el inicio de la derrota de los Nazis.
    Te acordaras de aquella estupenda película, » The Man who never was», El hombre que nunca existió, basada en la novela de mismo nombre publicada después de la guerra por uno de los espías que ideo la trama: Ewen Montagu.

    Al Major William Martin, que en realidad fue un alcohólico desconocido de nombre Glyndwr Michael, lo enterraron con honores en el cementerio de Nuestra Señora de la Soledad en Huelva. Cada año, en abril, una mujer inglesa que vive en la ciudad deposita flores en su tumba. En 1997 medio siglo después de la operación “Mincemeat” el gobierno británico añadió un postcript en la tumba de mármol:
    Glyndwr Michael
    Served as
    Major William Martin RN
    Esta obra de arte de los espias ingleses fue calificada como “ the boldest, strangest and most successful deception of the war where the spy game is closest to fantasy” .
    Altamente recomendada y creo que hace poco la publicaron en español.
    Slds
    Corsario

    • 13 abril, 2011 a las 10:14 PM

      Hola Corsario
      Interesante historia. La mujer inglesa que visita la tumba ¿visita a Glyndwr o a William?
      Seguro que en los cementerios hay muchas tumbas en las que el muerto no es el que da nombre a la lápida. Como también es cierto que muchas vidas se fabrican tras la muerte.
      Un antepasado mío, a quien es posible que conocieras por que intuyo que conoces a la gente de mar, esta «enterrado» en dos sitios. En Sanlucar y en San Fernando. En este último lugar, en el Panteón de Marinos Ilustres (pues él lo fue) tiene lápida con su nombre. El caso, es que murió en Sanlucar y eran sus hijos quienes debían sufragar el traslado de los restos. Parece que, ya muerto el padre, no consideraron adecuado invertir en su último viaje, por lo que decidieron mantener su cuerpo en el cementerio de Sanlucar.
      Así que es un hombre con dos tumbas. Afortunado,…los hay que no tienen ninguna.
      Un abrazo

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